26/12/07

Los suspiros de mi abuelita





Yo siempre he sido una mujer inquieta, Laika, por esto me gustan con pasión los libros que tratan sobre las guerras: porqué en ellos mi inquietud siempre se ha visto respondida, no porque estos libros traten de la guerra, pero sí de cómo los humanos se comportan en tiempo de guerra. Y en tiempos de guerra, como decía Saint-Exupéry, lo bueno y lo malo de la humanidad se deja ver tan nítidamente. Como una luz solar.


Lo más exasperante es ver que nada cambia, Laika, que el ser humano, por muy bueno que sea o muy malo, no hace que las cosas cambien. Seguimos en las cavernas, oscurecidos por nuestras envidias y nuestra mente insaciable de poder.


Siempre habrá miseria, solía decir mi abuelita. Esto no lo digo yo, especificaba. Esto lo dicen los grandes maestros. Entonces no sufras tanto, hijita.



De vez en cuando mi abuelita suspiraba muy hondo, y ahora sé que sus suspiros eran como una especie de OM, la inspiración-expiración del universo.


No creas que son suspiros de vieja mujer cansada, me sonreía mi abuelita. Aprende a suspirar y aprenderás a calmarte.


Ella que no sabía de Yoga, sabía sin embargo que el suspiro, o esta energía que uno transforma en paz interior, es esencial para vivir. Yo tampoco sabía pero ahora si. Aunque sigue la inquietud.



Laika, ¿tú puedes entender lo que está pasando en este mundo? Tú que eres la sabiduría, dime que es lo que está pasando. Apacigua este desasosiego mío que ni Saint-Exupéry puede amansar. Calma esta ansiedad que late como el corazón de un animal herido, constantemente late ante tanta miseria e ignorancia.


Estos niños en Irak, en China…en todas las partes del mundo, estos políticos mafiosos y este petróleo asesino. La avidez humana es insondable como una nube fuliginosa, negra.


Mi abuelita, cuando hablaba de los políticos, suspiraba. Decía que eran unos pistoleros tramposos sinvergüenzas. Cuando discutíamos de la guerra, de las que ella había vivido y de las que estaban ocurriendo, suspiraba y me aseguraba que todo era una espiral, una especie de laberinto. Miraba el furor rojo de mis ojos oscuros.


No sufras inútilmente, ¿Ves mis rosas? Cierra los ojos y suspira. Con la barriga, hija, con la barriga, centro de todo, de tu universo, del universo entero. Centro del laberinto.


¡Que sabia era mi abuelita! Ella calmaba, momentáneamente, este malestar mío que reconocía en ella misma.


Aquellos veranos yo le hacia masajes en los pies, era como una especie de rito y a ella esto le gustaba mucho. Aseguraba que mis masajes eran muy importantes, casi tan importantes como los suspiros. Ah, los pies, murmuraba mi abuelita. Lo bello que son los pies, todos los pies de todos los seres humanos, que buenos que son y que fuertes. Y que pacientes… Y andan y andan sin parar, dan vueltas, se equivocan de camino, andan en esta espiral interminable… eterna.


Hoy mi abuelita no está para aliviar mi insaciabilidad de saber, de querer comprender esto tan extraño, tan insólito que es el ser humano. Ni mi abuelita, ni mi madre, ni mi padre. Sola estoy ante tanto misterio.


Laika, ven… Iremos al parque. Iremos a pasearnos entre los árboles. También a mi abuelita le gustaban los árboles, más que gustar los amaba con ternura, como si fuesen niños. El silencio de los arboles es como el hablar del agua, decía. Cuando el ruido del mundo, cuando el furor del planeta te duela, acércate a un árbol, niña. Y suspira.

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