
Quizás sea cierto que no somos nada sin la memoria. Sin ella no tenemos un camino bajo nuestros pies en el que verificar nuestra vida.
Contigo Laika y este silencio que nos rodea, me pregunto a donde va mi vida. Tengo un largo camino recorrido, tengo mucha memoria. Hasta tengo memoria que no es mía pero la de mis antepasados. Y sigo preguntándome a donde me llevarán mis pasos. Pero quizás no es importante saberlo.
Cerca de los árboles y del silencio de la sierra de repente me he acordado de mi padre. Bueno, siempre pienso en mi padre, todos los días lo saludo, y esto desde que se marchó, dejándonos tan solas. Fue una mañana de invierno cuando quitando la nieve se le paró el corazón. Por esto todos los días, siempre, en algún momento, tengo un pensamiento hacia mi padre. Le digo: “Ves, si estuvieses aquí me ayudarías…” O: “Como te enfadarías de ver tanta incompetencia por el mundo…”. O simplemente: “Hola, aquí estoy, recordándote…”
Mi padre, Laika, fue el león de la familia. Rugía, rugía. Pero la que llevaba la batuta era mi madre. Esto nadie lo sabe y yo tampoco lo supe y durante muchos años me creí la historia de que mi padre era un monstruo. Luego supe ver que no hay una definición exacta, única para las personas, ninguna verdad absoluta, ninguna realidad tangible. Todo es subjetivo. Hasta como vemos estos árboles, Laika. Cuando los vemos, porque la mayoría de las veces no vemos nada. Solo proyectamos.
Esta mañana me he acordado de mi padre. Es de tarde, yo lo sé porqué cuando se acuesta el sol hay una luz casi mágica que entra por la ventana del piso y también lo sé porque puedo hasta oír el mar. (Entonces había menos coches, menos gente, menos ruido. Y también existía el tranvía y su canción metálica que me gustaba escuchar por las noches.)
Mi padre está sentado sobre el sofá de mi abuelita. Y está llorando. No chilla, no gesticula, no va y viene gritando. No. Simplemente está llorando, casi en silencio pero yo veo su cara, su cara triste donde resbalan lagrimas, lagrimas como las mías, como las de mis amigos. ¡Como es posible que mi padre, este ogro, esté llorando! ¿Acaso lo feroz llora?
Hoy sé, pero han pasado ya muchos años desde aquel día, que hasta los elefantes lloran, y los caballos, los perros y los gatos, los leones y también los lobos, los asesinos, los ladrones, los dictadores, las victimas y sus verdugos, todos lloramos. Todos estamos hechos de materia salina y por nuestros ojos, expresión estelar, resbalan perlas de sal. Pero aquella tarde yo no lo sabía y me quedé atónita delante de mi padre que simplemente lloraba como un gran niño triste.
Miro a mi padre hoy con ojos de mujer madura, ya no de niña. Mi padre que aquel día era más joven que yo ahora. Y ahí está, sentado sobre el sillón de la abuela. Sé porque llora y lo entiendo. Llora porque se tiene que marchar muy lejos y nos tiene que dejar. Pero también se que no solamente llora por estas razones.
¿Cuántas veces he llorado como aquel día mi pobre padre? Llorar porque no sabemos muy bien adonde está nuestro camino. O porque el camino que nos lleva lo sentimos movedizo, inseguro. Llorar por lo que no hemos realizado. Por lo que queríamos ser y no fuimos. Por los viajes que no hemos entamado. Por los caminos que hemos cogido y dónde nos hemos equivocado de ruta.
¡Que extraño que durante tantos años haya borrado de mi cabeza, de mi memoria, de mi alma, mi padre llorando! Fue la única vez que lo vi así, tan entrañable y tierno. Cuantos años han tenido que pasar para que de repente entienda a mi padre, entienda su esencia humana, su esencia universal. Su dolor, aquel día, es tan parecido al mío, algunas veces, y al de todos nosotros.
La memoria me ha devuelto a mi verdadero padre, pero no solamente la memoria. También este silencio, estos árboles, esta quietud verde. Y tú, Laika, me miras y sé que me entiendes.