Una de las cosas más difíciles que viví, al morir mi madre en 2003, fue la total ausencia de consuelo que sentí. Recuerdo con claridad que nadie me consoló: ni mi hermana, ni mi esposo, ni mis amigas, ni mi familia.
Pero sí una mujer totalmente ajena a mi vida, una compañera de trabajo que apenas conocía. Ella era ayudante del cocinero, en el hotel. Cuando volví al trabajo y al entrar en la cocina para llenar un cubo de agua (yo trabajaba como camarera de piso), vino hacia mí y me abrazó. Su abrazo fue fuerte, amistoso, cariñoso.
Desde entonces, también me doy cuenta, desde aquella mañana, nadie me ha vuelto a consolar. Ni nadie tampoco me ha abrazado de nuevo con aquella fuerza, aquellas palabras no dichas, aquel contacto físico consolador, lleno de silencio y de entendimiento.
Este desconsuelo es un manto negro que me ha habitado desde mi llegada aquí, en este país. Yo volví por varias razones y una de ellas fue retomar contacto con algo que tuve la impresión me habían robado: mi relación y unión con mi familia. Pero después de 30 años de ausencia me he dado cuenta, y esto desde que salí del avión y que constaté que nadie me había venido a recibir, que la familia fue un mito durante mis largos años de ausencia.
Un mito, una falacia, una gran mentira.
Abrir los ojos y madurar ha sido el trabajo que he realizado al volver. Quitar mascaretas sobre la idea de la familia, que yo creía presente en mi vida, presente y necesaria. Despojarme de ella ha sido una tarea que he tenido que hacer, con dificultad pero necesaria. Aceptar mi emigración. Aceptar mi separación.
Por otra parte también me he dado cuenta que la soledad sigue siendo mi mejor amiga, mi única consolación. Esta soledad habitada por animales y por libros. Es lo único que tengo.
Uno es emigrante toda la vida, uno lleva esta etiqueta como una bandera interna y por mucho que quieras quemarla, no puedes. Esto también lo he tenido que aceptar. Y aceptándolo he admitido mi condición de emigrante.
Volvemos a lo que creíamos nuestra tierra, nuestra patria. Todo esto también es una gran mentira. Para el emigrante no hay tierra ni patria. Solo un viaje eterno, como en el limbo. Un viaje inconsolable, un viaje abierto y sin raíces.
La única verdad en estos doce años que he vivido aquí fue aquel abrazo de mi compañera de trabajo, aquel lazo que duró apenas unos segundos.