26/5/08

Las lagrimas de mi padre

Quizás sea cierto que no somos nada sin la memoria. Sin ella no tenemos un camino bajo nuestros pies en el que verificar nuestra vida.

Contigo Laika y este silencio que nos rodea, me pregunto a donde va mi vida. Tengo un largo camino recorrido, tengo mucha memoria. Hasta tengo memoria que no es mía pero la de mis antepasados. Y sigo preguntándome a donde me llevarán mis pasos. Pero quizás no es importante saberlo.

Cerca de los árboles y del silencio de la sierra de repente me he acordado de mi padre. Bueno, siempre pienso en mi padre, todos los días lo saludo, y esto desde que se marchó, dejándonos tan solas. Fue una mañana de invierno cuando quitando la nieve se le paró el corazón. Por esto todos los días, siempre, en algún momento, tengo un pensamiento hacia mi padre. Le digo: “Ves, si estuvieses aquí me ayudarías…” O: “Como te enfadarías de ver tanta incompetencia por el mundo…”. O simplemente: “Hola, aquí estoy, recordándote…”

Mi padre, Laika, fue el león de la familia. Rugía, rugía. Pero la que llevaba la batuta era mi madre. Esto nadie lo sabe y yo tampoco lo supe y durante muchos años me creí la historia de que mi padre era un monstruo. Luego supe ver que no hay una definición exacta, única para las personas, ninguna verdad absoluta, ninguna realidad tangible. Todo es subjetivo. Hasta como vemos estos árboles, Laika. Cuando los vemos, porque la mayoría de las veces no vemos nada. Solo proyectamos.

Esta mañana me he acordado de mi padre. Es de tarde, yo lo sé porqué cuando se acuesta el sol hay una luz casi mágica que entra por la ventana del piso y también lo sé porque puedo hasta oír el mar. (Entonces había menos coches, menos gente, menos ruido. Y también existía el tranvía y su canción metálica que me gustaba escuchar por las noches.)

Mi padre está sentado sobre el sofá de mi abuelita. Y está llorando. No chilla, no gesticula, no va y viene gritando. No. Simplemente está llorando, casi en silencio pero yo veo su cara, su cara triste donde resbalan lagrimas, lagrimas como las mías, como las de mis amigos. ¡Como es posible que mi padre, este ogro, esté llorando! ¿Acaso lo feroz llora?

Hoy sé, pero han pasado ya muchos años desde aquel día, que hasta los elefantes lloran, y los caballos, los perros y los gatos, los leones y también los lobos, los asesinos, los ladrones, los dictadores, las victimas y sus verdugos, todos lloramos. Todos estamos hechos de materia salina y por nuestros ojos, expresión estelar, resbalan perlas de sal. Pero aquella tarde yo no lo sabía y me quedé atónita delante de mi padre que simplemente lloraba como un gran niño triste.

Miro a mi padre hoy con ojos de mujer madura, ya no de niña. Mi padre que aquel día era más joven que yo ahora. Y ahí está, sentado sobre el sillón de la abuela. Sé porque llora y lo entiendo. Llora porque se tiene que marchar muy lejos y nos tiene que dejar. Pero también se que no solamente llora por estas razones.

¿Cuántas veces he llorado como aquel día mi pobre padre? Llorar porque no sabemos muy bien adonde está nuestro camino. O porque el camino que nos lleva lo sentimos movedizo, inseguro. Llorar por lo que no hemos realizado. Por lo que queríamos ser y no fuimos. Por los viajes que no hemos entamado. Por los caminos que hemos cogido y dónde nos hemos equivocado de ruta.

¡Que extraño que durante tantos años haya borrado de mi cabeza, de mi memoria, de mi alma, mi padre llorando! Fue la única vez que lo vi así, tan entrañable y tierno. Cuantos años han tenido que pasar para que de repente entienda a mi padre, entienda su esencia humana, su esencia universal. Su dolor, aquel día, es tan parecido al mío, algunas veces, y al de todos nosotros.

La memoria me ha devuelto a mi verdadero padre, pero no solamente la memoria. También este silencio, estos árboles, esta quietud verde. Y tú, Laika, me miras y sé que me entiendes.


10/5/08

Árbol querido



En mis lugares preferidos, Laika, y también en los tuyos, siempre habrán árboles. Me tranquiliza su presencia sabia, silenciosa. Me calma mirarlos, tan altos y esbeltos, aunque sean en muchos casos árboles espesos. Me agrada verles la cabeza en los cielos, mirando desde arriba hacia arriba. Y me apacigua pensar en las raíces que tienen incrustadas en la tierra, mi madre.

Yo, que no tengo raíces en ninguna parte, que voy vagando como una hoja en medio de torbellinos y brisas, pensar en el árbol me hace reflexionar en la importancia del suelo. Esta cuna simbólica, este espacio que nos une y nos ata en lugares y puntos que aguantan nuestros andares. Yo, que no tengo patria ni patrimonio, mirar un árbol es mirar lo que es, simplemente. En este caso es contemplar la fuerza viva que aguanta intemperies, cambios, estaciones, que soporta el calor como el frío. Y todo esto con serenidad y silencio.




Árbol amado… amigo de madera y de savia, de energía verde. Eres un cuerpo de vida, de oxigeno, de entendimiento subterráneo. Al mirarte, al contemplarte, veo a un hijo de la tierra que ha decidido quedarse quieto para hablar de la estabilidad, para comentar, sin palabras, sin suspiros ni quejas, de lo que la tierra contiene en sus entrañas, su fuerza, su rectitud, su presencia eterna y visceral.

Ah, Laika, como me gustaría ser árbol, simplemente un árbol y dejar reposar sobre la tierra mis pies inquietos, mis raíces inquietas, mi mente inquieta. El cuerpo humano es como un árbol, pero nos olvidamos que lo que nos une a la tierra no es la cabeza, con sus ideas y sus ilusiones, sus falsas esperanzas, sus químeras... sino los pies, base de todo nuestro ser corporal.


Los pies, tan cerca de la divinidad, de la búsqueda, de la caza espiritual. Pero también, si tengo pies soy tierra, hija de Gaia. Aquí estoy, peregrina. Mis pies, como las raíces de los árboles, me unen a la tierra, permiten mi contacto con ella, siento su piel en mis plantas. Mis pies, mis raíces, son también mi realidad.

Y así voy andando, con mis pies. A veces ando mal, otras veces ando bien.

¡Cuantas veces he tenido alas en mis pies! Como los de algunos ángeles.





Pero mis pies no son perfectos. Y por esto cuando contemplo al árbol desearía ser árbol. Ser hogar, calido, caluroso. Ser lugar de regeneración constante, como lo es el Cosmos vivo.

Enfrente del árbol, a sus pies, sé que hago parte de este ciclo tan maravillosamente perfecto de la evolución cósmica: vida, muerte. Cuantas muertes en mi vida que tengo que aceptar, me murmura el árbol. No tengas miedo…

Mírame, afirma el árbol. Soy el ejemplo de los tres niveles del cosmos: el subterráneo, por mis raíces que llegan desde la hondura de la tierra; la superficie de la tierra, con mi tronco y mis primeras ramas; la altitud, con mis ramas superiores, y mis cimas llamadas por la luz del cielo.

Soy agua y fuego, soy aire y tierra. Soy todo.

Laika, cuando juntas nos sentamos bajo la sombra de un árbol y escuchamos el canto de los pájaros, o el de las cigarras, es como renacer quietamente de un largo espacio sin forma. Aquí, apoyadas a esta fuerza de madera y de aire, retomamos posesión de algo sin nombre, quizás de un lugar llamado la Gracia del presente...